‘Interioridades de un encuentro’, Miguel Barrero nos descubre la otra cara del encuentro con Muñoz Molina

El pasado miércoles, 23 de octubre, el Palacio de Congresos Ciudad de Oviedo albergaba el que quizás haya sido el evento literario más multitudinario de los celebrados en los últimos años en Asturias: el encuentro literario con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras Antonio Muñoz Molina con las y los componentes de los Clubes de Lectura de las bibliotecas asturianas, “Gente que escribe, gente que lee”.

Era la primera vez que un evento organizado por la Fundación Premios Príncipe de Asturias recalaba en este Palacio de Congresos, único espacio en Asturias que podía albergar las cerca de 1.600 personas que participaron en el acto. Si por sus cifras el encuentro fue relevante, lo fue más por el contenido del mismo, en el que se trasladaron al autor las preguntas formuladas por una representación de las más de mil personas participantes en los clubes de lectura asturianos -y los 10 clubes invitados de las Bibliotecas de Cantabria-. Era la culminación de varios meses de trabajo y estudio de la obra del galardonado y el resultado fue una experiencia del máximo interés para todos los asistentes. Así lo han puesto de manifiesto las distintas crónicas realizadas a nivel regional y nacional sobre el evento, tanto en prensa escrita como en radio y televisión.

La mayor parte de nuestros lectores ya habrá revisado esas crónicas, visto la retransmisión por la TPA del encuentro o incluso fueron partícipes del mismo. Por ello desde Biblioasturias queríamos aportarles un punto de vista que fuese más allá de la crónica, el conseguido gracias a la colaboración del moderador y presentador del evento, el escritor y periodista asturiano Miguel Barrero, que participó no solo en esa presentación sobre el escenario sino también en el diseño y preparación del acto, y que ahora nos muestra en este artículo su visión de lo sucedido en los momentos previos al saludo sobre el escenario con el flamante Premio de las Letras. Una visión literaria de la otra cara del Encuentro que hemos de agradecerle en nombre de todos nuestros lectores.

Miguel Barrero (Oviedo, 1980) es Licenciado en Periodismo por la Universidad Pontificia de Salamanca. Ha desarrollado su labor periodística en medios como Les Noticies, El Comercio o La Voz de Asturias. Con su primera novela, Espejo (KRK, 2005), obtuvo el premio Asturias Joven de Narrativa 2004. En 2007 publica La vuelta a casa (KRK) y con Los últimos días de Michi Panero (DVD Ediciones, 2008) se alzó con el XII Premio de Novela Juan Pablo Forner. Con motivo de la aparición de su cuarta novela, La existencia de Dios (Trea, 2012), nos concedía una entrevista que pueden ahora revisar desde aquí: http://www.biblioasturias.com/miguel-barrero-hay-un-momento-en-el-que-resulta-inevitable-preguntarte-quien-eres/

 

 

Interioridades de un encuentro

Miguel Barrero

 

 

 

 

Son las siete y cuarto de la tarde del miércoles 23 de octubre y en el vestíbulo del Gran Hotel de la Reconquista reina la calma propia de tan asépticas horas del día. El silencio vespertino sólo queda interrumpido por los arpegios que derrama un pianista al que apenas prestan atención los pocos que entran y salen del recoleto patio cubierto que ninguna reminiscencia guarda ya del tiempo en que el imponente edificio de la calle Gil de Jaz cumplía funciones de hospicio mayor de la provincia. En una mesa algo alejada del tímido bullicio, Antonio Muñoz Molina me comenta el impacto que le provocó encontrarse, durante un viaje a Perpiñán, un cartel que anunciaba la proximidad de Argelès-sur-mer, y yo le digo que aquellas tierras fronterizas bien pudieran haber protagonizado un capítulo más de Sefarad, no sólo porque en ellas aprendiesen el significado del exilio aquéllos que se vieron obligados a cruzar los Pirineos para salvar sus vidas, sino porque aún hoy resulta desasosegante purgar el dolor de nuestros antepasados sobre la misma arena donde retozan, alegres y presuntamente inconscientes, las hordas de turistas que cada verano desembocan en las latitudes meridionales francesas para sortear los rigores del estío. En realidad, no deberíamos estar divagando sobre esto, pero tras saludarnos a las puertas del hotel yo le he hablado de Lisboa, y él me ha preguntado por Colliure, y la conversación, imprevisible como todas, ha terminado derivando hacia esa imposibilidad de detenerse en los paisajes del hoy sin advertir la mirada del ayer.

  «No te preocupes, seguro que todo sale bien», me dice tras beber un sorbo de zumo y antes de retomar la conversación acerca de las fronteras y los ruidosos ecos que deja en ellas el paso de la Historia”

Lo que nos ha traído hasta aquí, sin embargo, es un asunto más acuciante: en apenas quince minutos –aunque basta una simple mirada al reloj para intuir que llegaremos con un poco de retraso– él protagonizará en el Palacio de Exposiciones y Congresos un encuentro con 61 clubes de lectura de Asturias y Cantabria que yo me ocuparé de presentar y moderar, y nuestra cita en el hotel obedece a mi voluntad de ponerle al tanto de determinados pormenores para que no se vea demasiado sorprendido por lo que pueda ocurrir en el mastodóntico auditorio, donde tendremos delante a más de un millar de personas. No parece, aún así, que tal precaución sea necesaria. «No te preocupes, seguro que todo sale bien», me dice tras beber un sorbo de zumo y antes de retomar la conversación acerca de las fronteras y los ruidosos ecos que deja en ellas el paso de la Historia.

[…Puede decirse que nuestra charla, y lo que vendrá después, no supone un inicio, sino una continuación de otro diálogo que mantuvimos hace unos cuatro meses, de cara al público, en el auditorio del Centro Niemeyer. Fue allí donde nos conocimos, gracias a la cariñosa intercesión de Jordi Doce, y fue aquella suerte de entrevista a propósito de su vida y su obra –o, más bien, su grabación en Internet, aún disponible en el ciberespacio– la que propició que, a primeros de octubre, me telefonease Carlos Hernández Lahoz, responsable de la coordinación de los galardonados con los Premios Príncipe de Asturias, para contarme las intenciones de la Fundación que los concede. Me comentó que querían organizar un acto en el que Antonio Muñoz Molina estableciese contacto directo con los miembros de los clubes de lectura estructurados alrededor de las bibliotecas públicas de la comunidad autónoma, y que, a tenor de lo que había sucedido en el Niemeyer, habían concluido que yo era la persona idónea para conducir ese encuentro que ya tenía visos de convertirse en multitudinario y para el que andaban localizando un espacio propicio. Aun siendo consciente del terror que me provocan las multitudes –terror que intento siempre disimular, no sé si con acierto– y de la furia con que me atenazan los nervios cada vez que las circunstancias me exigen hablar en público, acepté sin pensarlo.

Antonio no sólo desmentía ese tópico que asevera que es mejor no tener trato con aquellas personas a las que uno admira, sino que se mostraba en privado con la misma integridad con la que se deja ver en sus textos”

Cuando uno lleva más de quince años pendiente de la obra de determinado autor, no debe despreciar la ocasión de charlar unos minutos con él, sobre todo si esa ocasión se aparece como un fruto inesperado del azar más aleatorio; y, en el caso de Antonio Muñoz Molina, a esa razón puramente literaria y cuyos orígenes se remontan al año 1997, cuando mi profesora de Literatura del COU me sugirió que leyera Beatus Ille, se sumaba una puramente personal: en el transcurso de nuestra jornada avilesina –comida, sobremesa, conversación pública y cena– había podido comprobar que Antonio no sólo desmentía ese tópico que asevera que es mejor no tener trato con aquellas personas a las que uno admira, sino que se mostraba en privado con la misma integridad con la que se deja ver en sus textos. La prosa sinuosa y exacta de sus novelas, la reposada contundencia de sus artículos, las acertadas referencias de sus argumentaciones, fluían también en las frases que lanzaba al aire con esa parsimonia tan lúcida de quien tiene muy reflexionado aquello que dice y que era exactamente la misma cuyo ritmo arrulla a los que nos hemos internado en sus obras. Iba a ser un placer reencontrarme con él, y por supuesto no podía negarme a reivindicar, aunque fuese de forma implícita, la importancia de las bibliotecas públicas y la fundamental misión que asumen al difundir la lectura, pero también al concienciar a quienes leen, y a quienes aún no lo hacen pero pueden terminar haciéndolo, de que la acción lectora no constituye un mero disfrute para los ratos de ocio, sino que implica una constante búsqueda de la propia posición ante el mundo.

El trabajo fue arduo, en parte porque no había mucho tiempo y en parte porque la preparación de un acto de ese tipo suponía incurrir, inevitablemente, en una serie de injusticias menores, pero a buen seguro dolorosas para quienes tendrían que sufrirlas. Durante varias semanas, más de medio centenar de clubes de lectura asturianos procedentes de todos los puntos de la región, de Castropol a Peñamellera, habían analizado a fondo varios libros de Muñoz Molina, los habían diseccionado con una precisión muchas veces sorprendente y habían planteado una serie de cuestiones con el fin de trasladárselas al autor en cuanto lo tuviesen delante. Mi primera labor era la de revisar todas esas preguntas y seleccionar aquéllas que permitiesen tejer un hilo discursivo con el que vertebrar el encuentro. Cualquiera podrá suponer que la tarea no fue sencilla, máxime teniendo en cuenta que estamos hablando de un acto al que ya sabíamos que acudirían más de un millar de personas. María del Mar y Patricia, las dos trabajadoras de la Fundación que tuvieron que hacerse cargo de los preparativos más prosaicos y que fueron capaces de superar con agilidad atlética todos los obstáculos que iban saliendo al paso, me hicieron llegar más de un centenar de interrogantes remitidos desde los diferentes clubes.

Durante varias semanas, más de medio centenar de clubes de lectura asturianos habían analizado a fondo varios libros de Muñoz Molina, los habían diseccionado con una precisión muchas veces sorprendente y habían planteado una serie de cuestiones con el fin de trasladárselas al autor en cuanto lo tuviesen delante”

La cuestión escenográfica estaba clara: Antonio y yo apareceríamos sentados en el centro de la tarima, y a nuestro alrededor, en varias mesas, se sentarían los representantes de los 51 colectivos lectores; sería a ellos a quienes yo habría de introducir y dar el paso para que plantearan de viva voz sus propias inquietudes. Tras hacer cálculos, y teniendo en cuenta que bajo ningún concepto queríamos que la duración del acto superase la hora y media, decidimos que lo ideal era tener elegidas entre diez y doce cuestiones y guardar dos o tres más en la recámara por lo que pudiera ocurrir. Del mismo modo, comenzamos a darle vueltas al tramo final del encuentro. Carlos quería que Antonio y yo concluyésemos esta suerte de celebración laica en torno a los libros sentándonos a la mesa con algunos de los lectores, y necesitábamos fijar un criterio objetivo con el que escoger a las personas a las que involucraríamos en ese remate. Tras varios días de cavilaciones, propuse que sentásemos juntas a la lectora de más edad y a la más joven –porque hay que decir que los clubes de lectura asturianos están constituidos en un altísimo porcentaje por mujeres–, pero, aunque a todo el mundo le pareció una buena idea, no pudo ser: la chica de 22 años a la que quisimos encomendar ese puesto de privilegio lo rechazó a causa de su timidez, lo que nos llevó a decidir que, para no trastocar mucho los planes, lo mejor era situar juntas a las dos lectoras que tuvieran más años a sus espaldas.

Cuando ocurrió todo esto, la selección de las preguntas ya estaba casi consumada, y digo «casi» porque la lista fue haciéndose y deshaciéndose hasta el último momento. Había unas que repetían varios lectores –lo que nos llevaba al brete de tener que dilucidar cuál de todos los que la habían formulado sería el encargado de leerla–, otras que planteaban una misma cuestión desde ópticas que podían ser paralelas o divergentes –lo que nos conducía al interrogante de cuál elegir y bajo qué enunciación, o a buscar el modo de integrarlas en un único planteamiento– y algunas que, por su carácter específico, merecían ser leídas, pero cuya elección podía suponer la marginación de una parte de los lectores. Porque ése era el otro objetivo: queríamos que el espectro de preguntas abarcase al mayor número posible de clubes de lectura; teniendo en cuenta el descomunal y magnífico trabajo que habían hecho, era de justicia que, sin excepción, se sintieran integrados en el acto y partícipes de un encuentro que les debía a ellos su misma razón de ser. Era imposible tenerlos a todos, pero debíamos tratar sus dudas con el cariño y la generosidad que merecían, y en buscar ese equilibrio tan difícil como necesario empleamos la mayor parte de los días que transcurrieron hasta la celebración del propio acto…]

 

Se acerca la hora de salir hacia el Palacio de Exposiciones y Congresos y Carlos viene a buscarnos y a avisar a la mujer de Antonio, la escritora Elvira Lindo, que está tomando algo en otra mesa. Mientras avanzamos hacia el exterior del hotel, me vienen a la mente Palmira y María Luisa. Son las lectoras con las que, finalmente, remataremos el encuentro: dos mujeres de 92 años, vecinas de Oviedo, a las que Mar, Patricia y yo conocimos hace sólo tres días, en las dependencias de la Fundación, y con las que mantuvimos una charla en la que les explicamos qué es lo que tienen que hacer y cómo queremos que lo hagan, y, aunque nos han asegurado que lo tienen claro, es inevitable que en estas vísperas acuciantes uno empiece a dudar de casi todo. Ellas no lo saben, pero en sus manos queda una de las partes más delicadas de la ceremonia que nos disponemos a concelebrar. La otra, la prologal, depende sólo de mí y de mi capacidad para apaciguar los nervios que en estos momentos me forman en el estómago una bola cuya dimensión no deja de crecer y amenaza con salir al exterior en forma de quién sabe qué clase de inconveniencia. Antonio y Elvira se suben en el primer coche. En la parte trasera del segundo vehículo, Carlos me enseña una foto que alguien acaba de enviar a su teléfono móvil y en la que se ve el patio de butacas repleto de cabezas. Me repite entonces una frase que ya me ha dicho en las primeras horas de esta tarde, cuando me llamó para darme unos ánimos que no puedo menos que agradecer sinceramente: «Es verdad que hay un guión, que está todo preparado y todo eso, pero en el escenario el que mandas eres tú, así que piensa siempre que tienes plena libertad para hacer lo que tú quieras».

El Palacio de Congresos es un perfecto compendio de los gustos arquitectónicos de su creador, el discutido Santiago Calatrava, y adolece de un afán de grandiosidad que lo aleja irremediablemente de lo humano. El escenario, sobre el que estuve ensayando ayer mismo, resulta tremendamente sobrecogedor: no hay nada en él que conceda un mínimo atisbo de calidez, y desde luego no parece invitar al recogimiento que piden las cuestiones literarias (Antonio lo expresará muy bien unos minutos después, durante el acto: «Lo nuestro es la música de cámara, no los grandes conciertos de rock»), aunque no puede haber queja: su aforo, de más de 2.000 butacas, es el único de Asturias que permite acoger un evento de las dimensiones del que vamos a protagonizar y en el que, según anuncian voces procedentes del interior que desembocan constantemente en el teléfono de Carlos, ya hay más de 1.500 personas aguardando nuestra llegada.

 según anuncian voces procedentes del interior que desembocan constantemente en el teléfono de Carlos, ya hay más de 1.500 personas aguardando nuestra llegada”

Pienso en todo eso mientras veo el pantagruélico edificio alzarse, más amenazador que nunca, al otro lado de las ventanillas del coche, y comienzo a sudar en frío cuando el vehículo se detiene y Carlos y yo salimos para ascender caminando hacia la puerta donde nos aguardan las autoridades. Le doy la mano al alcalde, escucho las palabras de ánimo que me dedica el viceconsejero de Cultura y Antonio y yo dejamos que nos coloquen las diademas con los micrófonos que llevaremos alrededor de nuestras cabezas durante todo el acto. Cuando finaliza la operación, nos ponemos a caminar a paso ligero por un enorme pasillo que conduce directamente al pie del escenario. Vamos con retraso y hay que darse prisa, pero lo peor es esta breve espera al otro lado de la puerta que nos separa del público. A través de la megafonía, una voz de mujer comienza a emitir los mensajes preliminares («Buenas tardes en nombre de la Fundación Príncipe de Asturias, rogamos que apaguen sus teléfonos móviles…»), María del Mar me indica que tengo que ponerme en posición y yo respiro profundamente.

La voz de la megafonía anuncia la presencia del presentador y moderador del evento y, acto seguido, dice mi nombre. Miro a Antonio. Me guiña un ojo. Salimos a escena.

(28 de octubre de 2013)

Otros artículos en esta sección...

Compartir

Sobre el autor

Red de Bibliotecas Públicas del Pdo. de Asturias