El palacio azul de los ingenieros belgas

Fulgencio Argüelles

El palacio azul de los ingenieros belgas

(Págs. 139-140)

Acantilado

 

Aquel día me fui a casa tarde. Anduve comentando con Eneka el desafortunado percance con la señora invitada. Se rió mucho y en su risa también apreciaba yo su sabiduría. Y con respecto al incidente dela señora Geertghe, Eneka se puso serio y me dijo, esa mujer esconde un sufrimiento grande. Fue en aquel momento cuando me habló por primera vez de la mariposa que todos llevamos dentro, la de cada uno es única, tiene colores distintos y revolotea de forma diferente, algunos se mueren sin haberla sentido jamás, el quid está en descubrirla a tiempo, y le pregunté, qué pasará cuando la encuentre, y me respondió, lo sabrás cuando llegue ese momento. Le dije que me acercaría a ver a mi hermana, pues tenía un libro de poemas para ella que había cogido en la biblioteca, y Eneka me preguntó, de quién es ese libro de poemas, y le respondí, de los ingenieros, supongo, y él dijo, Nalo, te pregunto que quién es el poeta, y le dije, ah, no sé cómo decirlo, es un nombre extranjero, y Eneka me preguntó si conocía Félix lo de los libros, y le expliqué que no, que no lo conocía, porque un día le había preguntado si podía tomarlos prestados y él me había dicho que los ingenieros no verían bien que sus sirvientes anduvieran leyendo poemas, ni poemas ni otras literaturas, así que los cogía sin que nadie me viera y una vez leídos por Lucía volvía a dejados en los estantes, y Eneka me dijo, ten cuidado, no me gustaría que tuvieras problemas por culpa de unos cuantos versos, y también me dijo, dile a Lucía que el domingo me acercaré a visitarla.

Mi hermana recibió el libro con entusiasmo, me dijo, gracias Nalo, eres un sol, y me besó de la forma en que ella siempre lo hacía y pensé que merecía la pena hacer de ladrón para Lucía y robar aquellos libros, pues probablemente nadie disfrutaría de su lectura como lo hacía ella. (…)

 

Se levantó y tomó el libro que yo había robado para ella y lo abrió al azar y comenzó a leer un poema, «aquí abajo todas las lilas mueren y todos los trinos de los pájaros son breves, yo sueño con estíos que no terminen jamás, aquí abajo los la­bios rozan sin dejar nada de su dulzura, yo sueño con be­sos que no terminen jamás, aquí abajo todos los hombres lloran sus afectos o sus amores, yo sueño con lazos que no se rompan jamás». Le pedí que pronunciara para mí el nombre de aquel poeta extranjero; y lo hizo, Sully Prud­homme, es francés, cómo me gustaría saber hablar el fran­cés, y me siguió leyendo poemas, y pensé que el tiempo de la poesía era un tiempo distinto, porque era tiempo del in­terior, tiempo que quizá nacía en el mismo lugar donde revoloteaba aquella mariposa que Eneka decía que todos llevábamos dentro. Estaba seguro de que mi hermana ha­cía tiempo que había encontrado su mariposa, por eso le pregunté, cómo es tu mariposa, y ella dijo, vaya, Nalo, Eneka ya te habló de eso, luego guardó silencio, pero sólo fue un instante, se estiró por completo, tanto que sus pe­chos estaban a punto de hacer saltar los botones de la blu­sa, y me dijo, me ocupa entera, es tan grande como yo. Le pregunté, cuándo lo supiste, y dijo, cuándo supe qué, y le dije, cuándo descubriste esa mariposa o lo que sea, y dejó los cubiertos sobre el plato, bebió un poco de vino, se se­có los labios y fue a sentarse junto al fuego, y me senté jun­to a ella y me mostró unos ojos inmensos en los que se reflejaban la luz y el movimiento de las llamas, los fijó en mí y comenzó a hablar con voz pausada y sin hacer ningún gesto, fue cuando murió Julián (…).

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Sobre el autor

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