Luis Sepúlveda: Aún creemos en los sueños

(Ovalle -Chile-, 1949). Afincado en Gijón desde hace años, es uno de los escritores latinoamericanos de mayor éxito mundial. Novelista, cuentista, cineasta, cronista. La variedad temática de Luis Sepúlveda se manifiesta claramente en sus libros. Desde la depredación civilizadora en la selva hasta la matanza de ballenas en el sur de Chile, pasando por la denuncia de la contaminación petrolera en los mares hasta la represión de Pinochet, sin desconocer la aventura, los viajes, la novela negra, el género policial, la novela de intriga, el cuento infantil, la crónica de viajes y el compromiso ideológico. Su narrativa, en general, es audaz en sus planteamientos y original en sus temas. Traducida a la práctica totalidad de lenguas del mundo, en su obra destacan títulos como Un viejo que leía novelas de amor (Tusquets,1993), con más 18 millones de ejemplares vendidos, Patagonia Express, Mundo del fin del mundo, Nombre de torero o Historias marginales. Acaba de publicar el libro de relatos La lámpara de Aladino (Tusquets, 2008).

 

Aún creemos en los sueños

Estoy emocionado y la emoción es una confusión de senti­mientos que vienen de los recuerdos, y recordamos porque tenemos memoria. Recuerdo que, cuando aún no cumplía 18 años, caminaba por las calles que rodean la Biblioteca Nacional con unos enormes deseos de entrar e instalarme a leer todos aquellos libros que suponía almacenados en los estantes, esos libros que sentía como míos y a los que no tenía acceso, pues en aquel tiempo una odiosa disposición burocrática impedía la entrada a los menores de edad. Así, la casa central de la Biblioteca Nacional estaba vedada para los más jóvenes, y debíamos acudir a un edificio menor, aunque no por eso menos bello, que estaba en la calle Compañía, muy cerca de la Plaza Brasil.

Por entonces yo era un joven lleno de sueños, por eso mismo era militante de las Juventudes Comunistas, pues la cercanía de otros jóvenes soñadores multiplicaba mis sueños. Algunos de esos sueños eran heroicos, de largo alcance, otros eran menores, acaso más domésticos, más humildes, más chilenos.

Uno de ellos consistía en hacerme con una copia de la llave de aquel viejo caserón, de la Sección Infantil de la Biblioteca Nacional, entrar subrepticiamente, y pasar un fin de semana sin más compañía que los libros.

Era un sueño Borgiano, Nerudiano, Rohkiano, al que se agregaban otros poetas como Machado, León Felipe, García Lorca, y los escritores que más leía: Coloane, Yankas (nadie lo recuerda) Nicomedes Guzmán, Baldome­ro Lillo, Juan Godoy, Sepúlveda Leyton, y tantos otros de los que aprendí que la patria es mucho más que una simple bandera.

En aquellos años felices, los jóvenes estudiantes acos­tumbrábamos a visitar el Congreso y la Cámara de diputados en nuestras clases de Educación Cívica. Ahí, aprendíamos cómo funcionaba nuestra imperfecta pero ejemplar democra­cia, el Poder legislativo se nos presentaba como la columna vertebral del país, y el ardor de los discursos pronunciados por los representantes de la ciudadanía le confería más vigor a nuestros sueños. También visitábamos la sección infantil de la Biblioteca, y en una de esas visitas empezó a fraguar el más imperecedero de mis sueños.

Soñaba que todos esos libros encerrados querían hablar, que esperaban ajusto interlocutor, y ése era yo. Soñaba que los libros me hablaban con su lenguaje silencioso, me mos­traban cada una y todas las palabras impresas en sus páginas, y exigían de mi una promesa; la de transformarme en el depositario, en el velador, en el amoroso protector de las palabras. Y yo prometía cuidar que nunca perdieran su valor intrínseco, su capacidad de nombrar todas las cosas y a partir de ese hecho hacerlas existir.

Nunca es fácil ver un sueño realizado, pero el mío, tal vez por ser tan ingenuo, tan poco épico, tan chileno, no en­contró mayores escollos. Una tarde, y gracias a la influencia del cine, birlé a la bibliotecaria un manojo de llaves, y estam­pé las que se me antojaron más importantes en un molde de cera. Más tarde, gracias a la colaboración sin preguntas de un amigo, que trabajaba con su padre en un quiosco donde ha­cían llaves, a la entrada del Portal Fernández Concha, tuve un juego de llaves que me abrirían las puertas de la Biblioteca.

Recuerdo, porque mi porfiada memoria de chileno no deja de recordar, que un fin de semana compré el que se me antojaba alimento de emergencia de los escritores; pan de anís y leche. Valga señalar que otros amigos, el pintor Carlos Catasse, el actor Jorgue Guerra, el inolvidable “Salvaje” Hugo Araya, compartían esta extraña afición por la leche y el pan de anís, lo que permite deducir que también es alimen­to básico de pintores, actores y camarógrafos.

Ese fin de semana, premunido de leche y pan de anís -el mejor lo hacían en la insuperable panadería La Selecta-, esperé oculto en un patio a que el personal de la biblioteca se retirara, cerraran la puerta principal, y me diri­gí hasta el amplio salón en donde se alineaban los estantes y los libros. Debo agregar que ya empezaba un destino de fumador empedernido, y al inventario de subsistencia se agregan dos paquetes de aquellos deliciosos “Liberty”. Una de las llaves abrió la cerradura, empujé la puerta, y entré por primera vez a la que sería y es mi única patria: mi idioma y sus palabras.

Tomaba libros al azar, leía un par de páginas, cogía otro, los conocidos me dejaban la grata impresión de topar con un viejo amigo, los que no conocía me llenaban de sed de leer. Es cierto que la aventura fue breve; apenas dos noches y dos días encerrado en la vieja casona, pero al amanecer del lunes salí con la satisfacción de haber hecho realidad un sueño, y además con un gran descubrimiento: la generosidad existía y era un atributo del género humano. (…)

 

Fragmento inicial de la intervención en el lanzamiento de la editorial Aún creemos en los sueños–Le Monde Diplomatique, en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile, 16 de abril de 2002. Publicado en el libro El poder de los sueños, de la misma editorial. 

Fotografía: Daniel Mordzinski

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Sobre el autor

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