Miguel Rojo: Los caminos del señor

(Zarracín, Tinéu, 1957). Doctor en Biología y profesor de Instituto, es uno de los más importantes autores escritores asturianos. Su obra, desarrollada tanto en castellano como en asturiano -es uno de los primeros escritores del Surdimentu-, combina la narrativa y la poesía, siendo galardonada con numerosos premios literarios.

Entre su narrativa destacan títulos como Tienes una tristura nos güeyos que me fai mal (1989), Hestories d’un seductor (Memories d’un babayu) (1993) o La senda del cometa (2007). Su obra poética incluye títulos como El buscador d’estrel.las (1996), Llaberintos (2006) y Territorios (2007), que recoge lo esencial de su producción poética. En los últimos años ha publicado con importante éxito varias obras de literatura infantil y acaba de coordinar el original antología Dir pa escuela (2008).

 

LOS CAMINOS DEL SEÑOR

En la casa de mis abuelos de Zarracín, como en toda buena casa asturiana que se preciara, había en la sala una gran arca de castaño tallado; en su interior, sin embargo, y a diferencia de lo que solía ocurrir en otras casas, no se guardaba ropa de cama, sino libros. Una montonera de libros revueltos y sin orden que casi llenaba la totalidad del mueble.

Al oscurecer, y después de todo un día de duro trabajo en el campo, mis abuelos, tíos y primos regresaban a casa. Era el momento mágico en el que, tras asearse, todos iban al arca para rebuscar el libro que estaban leyendo en esos momentos. Desperdigados por los distintos cuartos, se enfrascaban en sus lecturas hasta la hora de la cena. Al acabar ésta, no era raro que surgieran interesantes temas de debate sobre las bondades o carencias de ciertos libros, pues cada uno tenía sus gustos y preferencias. Mi abuelo, por ejemplo, defendía que la poesía, y muy especialmente Donde habite el olvido de Cernuda (aunque sin desmerecer al mejor Lorca o Antonio Machado), era la reina de las artes literarias por lo que suponía de “hondura elementalidad” (realmente él lo decía en asturiano: “bien fonda elementalidá”). Mi tío Marcelín –tratante para más señas-, sin embargo, opinaba que “sólo la novela yera quien a carretar tolos rexistros que forman la complexa ya enguedeyada personalidá humana”, poniendo como ejemplo las novelas de Pío Baroja –Don Pío, decía él con respeto.

Aquella tertulia literaria en la cocina, a la escasa luz de una bombilla cagada por las moscas y con el enternecedor rumor de las vacas que rumiaban en “la corte”, podía prolongarse durante horas. Pocas veces asistía yo hasta el final. A pesar de mis protestas, mi abuela acababa por llevarme a la cama. Para aplacar mi rabieta, me leía todas las noches del libro que para ella representaba la cumbre de la literatura: “El Quijote”. Siempre el mismo capítulo, el octavo, quizás porque creía que era el más adecuado a mi corta edad, “Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación”.

 

Mi padre era cabo de la guardia civil en el pueblo de Puente de los Fierros. A pesar de lo que alguno pudiera pensar malévolamente, dada su profesión, era un hombre culto y amante de las letras. En la “Sala de Armas”, justo al lado de la hilera de mosquetones, había creado con sus propios libros una biblioteca. Por alguna razón que nunca llegué entender, renegaba de la literatura patria y sus preferencias iban dirigidas fundamentalmente a las letras francesas, de las que decía que “habían sabido calar en las bajas pasiones sin perder por ello un ápice de la belleza poética del lenguaje”. Los Flaubert, Zola, Céline, Proust y muy especialmente los “existencialistas” –mi padre afirmaba que en su lectura hallaba una justificación a su labor represora- con El Extranjero de Camus a la cabeza, eran moneda corriente de intercambio en aquel cuartel situado a los pies del Puertu Payares.

Al final de la jornada, mi padre y algunos guardias se reunían en la “Sala de Armas”, ya más bien “Sala de Lectura”, y comentaban sus impresiones -no exentas de la “virilidad en la exposición” que se supone- sobre sus lecturas. Yo asistía regularmente a esos encuentros y me dejaba aconsejar por las sabias opiniones de aquellos guardias que después de multar, socorrer, apagar incendios o detener a algún subversivo… tenían en la lectura su pasión secreta.

 

No sé si estos hubieran sido los caminos esperados para que yo llegara a amar la literatura como la amo… Porque lo que sí es que fueron justo los contrarios: haberme criado entre buena gente trabajadora que no leía un libro de ficción ni por asomo, y que no le encontraban mejor utilidad a los libros que no fueran de estudiar, que servir de calce a una mesa coja.

Y, sin embargo, aquí estoy: enfermo de literatura… ¡Ay, los inescrutables caminos del Señor!

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Sobre el autor

Red de Bibliotecas Públicas del Pdo. de Asturias